EL PLACER DE LA CULTURA

viernes, 26 de agosto de 2011

Ramón y Cajal en el Café Suizo de Madrid

El Café Suizo estuvo ubicado desde mediados del siglo XIX en la esquina entre Alcalá y Sevilla hasta que el edificio en el que se encontraba despareció para dejar sitio a la nueva sede en la “city” madrileña del Banco de Bilbao. Fue en 1922, un año después de que Ramón y Cajal publicara Charlas de café, en el que relataba sus experiencias en dicha tertulia, una de las más afamadas de Madrid:

El librito actual es una colección de fantasías, divagaciones, comentarios y juicios, ora serios, ora jocosos, provocados durante algunos años por la candente y estimulante atmósfera del café (Santiago Ramón y Cajal. Charlas de café; cuentos de vacaciones. Las Tres Sorores, 2007).

El aragonés Cajal llegó a Madrid en 1892 después de ganar las oposiciones a la Cátedra de Histología y Anatomía Patológica de San Carlos. Tras haber conocido la tertulia de médicos militares del Café de Levante, de la que salió defraudado, don Santiago se convirtió en 1893 en integrante de la peña del Café Suizo. Había sido una tertulia frecuentada por políticos, escritores y financieros de gran influencia en la vida madrileña, pero cuando se incorporó Cajal estaba formada sobre todo por médicos, aunque también abogados, catedráticos de universidad y otras personas.




Para Ramón y Cajal, el hombre de ciencia no debía permanecer encerrado en su trabajo:

Precisamente, y por compensación de la excesiva concentración de la vida de laboratorio, he cultivado siempre en Madrid dos distracciones: los paseos al aire libre por los alrededores de la villa, y las tertulias de café. (Santiago Ramón y Cajal. Recuerdos de mi vida. Ed. Crítica. Barcelona, 2006 (1ª ed. 1932)).

El Suizo, propiedad de la firma helvética Matori Fanconi, era un local de elevadas columnas, elegantes espejos que cubrían las paredes, mesas de mármol y divanes rojos. Según los diferentes testimonios que se conocen, la de Cajal en el Suizo era una tertulia diaria apasionada y jovial en la que se hablaba de todo, especialmente de la actualidad política nacional e internacional y de literatura. Para pertenecer a ella había que someterse a tres normas:

1.ª, guardar al discutir el debido respeto a las personas; 2.ª, discurrir de lo que no se entiende o se entiende poco (tratábase de evitar las latas pedantes y académicas), y 3.ª, olvidar a la salida todos los desatinos e incoherencias provocados por el estímulo del café o por los horrores de la digestión. Porque importa notar que nuestra reunión se celebraba en las primeras horas de la tarde, y pocas veces duraba más de una. De esta suerte, al levantarse la sesión, los cerebros hallábanse caldeados, pero ágiles todavía para la cuotidiana labor. Bueno es divagar algo todos los días; fuera, empero, peligroso prolongar el diástole de la mente a expensa del sístole del trabajo (Santiago Ramón y Cajal. Recuerdos de mi vida. 1932).

Como dato de interés cabe señalar que el Suizo, en una época en la que los cafés eran sólo accesibles a los varones, abrió un salón de té para mujeres, conocido como “el Suicillo”, uno de los primeros de Madrid. Por otra parte, los típicos bollos madrileños conocidos como “suizos” deben su nombre, al parecer, a que se elaboraban en este café.

domingo, 21 de agosto de 2011

Paisajes sublimes de Mary Shelley

Frankenstein de Mary W. Shelley incluye algunas maravillosas descripciones de paisajes que se pueden relacionar con imágenes artísticas contemporáneas. Recordemos que la obra fue concebida en el frío verano de 1816 y publicada un año después, nada más terminar las Guerras Napoleónicas, un periodo de efervescencia de la pintura de paisaje.

En el prólogo, la autora indica que la fascinante historia se comenzó a escribir en los alrededores de Ginebra, “la majestuosa región donde se desarrolla la obra principalmente”. Ya a principios del siglo XVIII algunos viajeros ingleses se manifestaron sobrecogidos y fascinados por el tenebroso espectáculo de las cumbres alpinas. Joseph Addison en su obra Los placeres de la imaginación (1712) recuperó el concepto de lo sublime, como un agradable horror, para referirse a estos paisajes, pero fue Burke el que, a mediados de siglo, estableció nítidamente la diferencia entre las dos categorías estéticas opuestas: lo bello y lo sublime. Burke se refiere a lo sublime como un atractivo temor controlado que atrae al alma y que podemos sentir ante la inmensidad, el vacío o la soledad. Para Kant, en Lo bello y lo sublime (1764), “la vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa, o la pintura del infierno por Milton producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella primera impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda es preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y árboles recortados en figuras son bellos”.

Los Alpes se convirtieron también en el escenario favorito para los pintores de paisajes sublimes desde mediados del siglo XVIII. Así, por ejemplo, el pintor inglés Francis Towne pintó en 1781 El nacimiento del Arveiron, que podemos comparar con el texto que Mary Shelley pone en boca del Dr. Frankenstein:

Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caballo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y, aunque no me libraba de la tristeza, sí me la amainaba y calmaba
….

La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida.




El texto de Frankenstein construye un escenario sublime, apropiado para la terrible acción de la novela, comparable a la obra pictórica de Towne, que exalta la grandiosa soledad y las formas agrestes de las fuentes del Arveiron.

El ascenso al Montenvers que describe el Dr. Frankenstein es casi una definición del paisaje sublime alpino, que podemos comparar al sobrecogedor Turner de 1803 que ilustra este paisaje.

El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un paraje de terrible desolación. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes invernales; hay árboles tronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de entre ellos es especialmente peligroso, pues el más mínimo ruido –una palabra dicha en voz alta- produce una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.



Una estampa de 1812, obra del propio Turner, recrea un sublime Mer de Glace, el glaciar septentrional del macizo del Mont Blanc, comprable a la descripción del Dr. Frankenstein:

Era casi mediodía cuando llegué a la cima. Permanecí un rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de hielo. La neblina lo envolvía, al igual que a los montes circundantes. De pronto, una brisa disipó las nubes y descendí al glaciar. La superficie es muy irregular, levantándose y hundiéndose como las olas de un mar tormentoso, y está surcada por profundas grietas. Este campo de hielo tiene casi una legua de anchura, y tardé cerca de dos horas en atravesarlo. La montaña del otro extremo es una roca desnuda y escarpada. Desde donde me encontraba, Montenvers se alzaba justo enfrente, a una legua, y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en su tremenda majestuosidad. Permanecí en un entrante de la roca admirando la impresionante escena. El mar, o mejor dicho: el inmenso río de hielo, serpenteaba por entre las circundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban el grandioso abismo.





(Los textos de Frankenstein proceden de la edición de El País de 2004, con traducción de María Engracia Pujals)




martes, 2 de agosto de 2011

Una cúpula de tipo cordobés califal en Galicia

La iglesia del monasterio de Santa María de Armenteira, en la provincia de Pontevedra, es un magnífico ejemplo de arquitectura cisterciense. Erigida en torno al año 1200, presenta una fachada monumental, tres naves y cabecera tripartita. Destaca por su calidad constructiva y la ausencia de ornamentación, características propias de los templos del Císter.


Fachada de la iglesia y, a la derecha, entrada al monasterio de Armenteira
Foto de Beatriz García Traba, agosto de 2010

Un elemento arquitectónico, excepcional en Galicia, llama poderosamente la atención: sobre el crucero se eleva una cúpula de tipo califal cordobés, es decir reforzada con arcos que se cruzan dejando libre un espacio central.


Cúpula del crucero de la iglesia del monasterio de Armenteira Foto de Beatriz García Traba, agosto de 2010

En efecto, los modelos paradigmáticos de esta peculiar tipología se encuentran en la maqsura de la Gran Mezquita de Córdoba. El tipo más próximo al de Armenteira lo encontramos en el inicio de la maqusura, en la Capilla de Villaviciosa.


Cúpula de Villaviciosa de la Mezquita-Catedral de Córdoba

En la mezquita de Bib al-Mardun de Toledo, luego transformada en la iglesia del Cristo de la Luz, cuatro columnas visigodas reutilizadas, que soportan arcos de herradura, determinan nueve espacios cuadrangulares, cubiertos cada uno de ellos con una cúpula diferente, pero todas de raigambre cordobesa. Una de ellas, la señalada en rojo en el siguiente esquema del edificio, presenta el modelo imitado 200 años después en Armenteira.




En efecto, en algunos edificios cristianos de los siglos XII y XIII de la Península Ibérica aparecen cúpulas del mismo tipo, aunque con algunas diferencias constructivas con respecto a los modelos islámicos. El crucero de la iglesia de Armenteira es. en este sentido, un caso comparable a edificios segovianos o sorianos de la misma época, pero más alejado geográficamente de los paradigmas andalusíes. Se trata de una cúpula esquifada de ocho paños, es decir con base en un octógono, construida sobre trompas. La cúpula se apoya en dos parejas perpendiculares entre sí de arcos paralelos que se cruzan, pero que no se unen en el centro y dejan un cuadrado libre. Además cuatro nervios parten desde las trompas hasta las intersecciones de los arcos.


Cúpula del crucero de la iglesia del monasterio de Armenteira
Foto de Beatriz García Traba, agosto de 2010
 Según creemos, no se ha encontrado documentación que demuestre la presencia de maestros musulmanes trabajando en la cúpula de la iglesia del monasterio de Armenteira, aunque sí está probado que los monasterios gallegos de la época contaban con siervos musulmanes que se dedicaban a variadas tareas. No es descartable, por tanto, la intervención directa de artífices islámicos en esta magnífica obra, pero también podríamos considerar la posibilidad de que se tratarse de maestros cristianos conocedores de los modelos andalusíes, o, más probablemente, de modelos castellanos inspirados a su vez en la arquitectura califal. En cualquier caso, lo más interesante es la presencia de esta maravillosa cúpula de origen omeya en una región tan alejada de Córdoba.